Él era sacerdote y ella catequista, se enamoraron y su parroquia…

Romina Vázquez tenía 18 años y el padre Hernando García 26. En la parroquia San Miguel Arcángel de San Rafael, Mendoza, nació el amor. La incomprensión de la Iglesia frente al deseo de casarse frente al altar. Las amenazas que recibieron. Y la resiliencia de un amor contra todos que hoy se traduce en un matrimonio feliz y exitoso: son dueños de seis supermercados, cuatro verdulerías y un spa

Romina y Hernando viven un presente feliz

Fue una mirada, un gesto, una palabra. O tan simple como que se gustaron físicamente como hombre y mujer. Romina Vásquez tenía 18 años y era catequista. El cura que había llegado a su parroquia, Hernando García, de 26, le quitó el aliento. Se hicieron íntimos amigos, y un distanciamiento circunstancial les abrió los ojos: estaban enamorados.

No fueron Camila O’Gorman y Uladislao Gutiérrez ni tuvieron su trágico final, pero hubo momentos en los que lo pasaron muy mal y sufrieron violencia. Solo la resiliencia que da el verdadero amor los sostuvo, y hoy son felices.

Vidas piadosas

Romina, que tiene 41 años, nació en Malargüe, al sur de la provincia. Pero cuando tenía un año, su familia —ella es la menor de cuatro hermanos— se mudó a San Rafael. “Mi mamá es ama de casa y mi papá policía. Ellos decidieron venir porque veían más futuro acá por esa época. La zona de Malargüe es más inhóspita, muy patagónica”.

En San Rafael hizo toda la escuela y la universidad. Se recibió de licenciada en Kinesiología en la Facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad de Mendoza. Su familia era católica practicante, sobre todo su padre. Iban a la parroquia San Miguel Arcángel, y Romina se hizo catequista. Allí llegó el padre Hernando, y se conocieron.

Hernando, que tiene 50 años, nació en San Rafael, en el barrio Pueblo Diamante. Aunque su familia no iba a misa, lo enviaron a la parroquia San Pedro Apóstol desde los nueve años. “Tenían respeto por la Iglesia, querían que me criara en un ambiente sano. Ahí jugábamos a la pelota, íbamos a retiros, aprendíamos cosas buenas. Me nombraron monaguillo, estaba en el grupo de scouts. Estaba bueno. Y en el año ‘84 llegó desde Paraná un grupo grande de sacerdotes y seminaristas. Acá no había muchos curas, pero se llenaron las calles de sotanas. Y me empezó a picar un poquito lo de entrar en
Hernando como sacerdote en la parroquia San Miguel Arcángel

Lo hizo a los 17 años. Ingresó al Seminario Santa María Madre de Dios, el mismo que cerró por orden del Papa Francisco hace unos años. Allí, Hernando terminó el colegio secundario. “Me gustaba lo que estudiaba, adquirí conocimientos. Hice un pro y contra de ser sacerdote y en el año 2000 me ordené”. El cierre del seminario, dice hoy, con el diario del lunes de su vida, “es largo de explicar”. Pero simplifica su teoría: “A Bergoglio lo conocí siendo encargado de la catequesis de San Rafael. Y la línea de esta gente era tremendamente ortodoxa y anti Papa. Si la Iglesia decía ‘vamos por acá’, ellos decían ‘no, vamos por otro lado’. Llegó un momento de mucha indisciplina hacia las normas de la Iglesia. Entonces, un día Francisco dijo ‘lo cerramos’ y se cerró”.

Cuando el lugar se cerró, la vida de Hernando y Romina ya transcurría por otro lado.

Amor divino

La historia de amor entre ambos comenzó, podría decirse, desde que el entonces padre Hernando puso un pie en la parroquia. “Al poco tiempo de ser ordenado, no daba pie con bola. Soy muy piadoso y demás, pero no estaba a gusto, ni cómodo, ni bien. El cura que me convenció de mi vocación (Nota: que pide no nombrar) me manipuló para llevarme a su parroquia, la de San Miguel. Él estaba peleado con todos los otros curas de San Rafael, yo no podía hablar con ninguno. Pero por estar ahí llegué al punto más importante de mi historia: conocí a Romi. Y bueno, pegamos buena onda”.

Ella recuerda aquellos primeros momentos: “Él era jovencito también. Y empezamos una relación muy linda, de mucha confidencialidad. Más allá de que era el cura, nos hicimos muy amigos. Me contaba sus cosas personales y yo también. Pero nunca pasamos ese límite, el de una amistad hermosa. Todo fue muy respetuoso”.

A los cinco años de estar en la parroquia, la relación crecía. Pero alguien metió la cola (decir que fue el diablo sería una herejía, quizás) y a Hernando lo enviaron a estudiar a Roma la licenciatura en Teología. “La empecé a extrañar horrores, me di cuenta de que me moría sin ella. Me enamoré profundamente. Y dije: listo, ¿por qué sostener algo que no iba más?”.

el seminario”, cuenta.
Lo hizo a los 17 años. Ingresó al Seminario Santa María Madre de Dios, el mismo que cerró por orden del Papa Francisco hace unos años. Allí, Hernando terminó el colegio secundario. “Me gustaba lo que estudiaba, adquirí conocimientos. Hice un pro y contra de ser sacerdote y en el año 2000 me ordené”. El cierre del seminario, dice hoy, con el diario del lunes de su vida, “es largo de explicar”. Pero simplifica su teoría: “A Bergoglio lo conocí siendo encargado de la catequesis de San Rafael. Y la línea de esta gente era tremendamente ortodoxa y anti Papa. Si la Iglesia decía ‘vamos por acá’, ellos decían ‘no, vamos por otro lado’. Llegó un momento de mucha indisciplina hacia las normas de la Iglesia. Entonces, un día Francisco dijo ‘lo cerramos’ y se cerró”.

Cuando el lugar se cerró, la vida de Hernando y Romina ya transcurría por otro lado.

Amor divino

La historia de amor entre ambos comenzó, podría decirse, desde que el entonces padre Hernando puso un pie en la parroquia. “Al poco tiempo de ser ordenado, no daba pie con bola. Soy muy piadoso y demás, pero no estaba a gusto, ni cómodo, ni bien. El cura que me convenció de mi vocación (Nota: que pide no nombrar) me manipuló para llevarme a su parroquia, la de San Miguel. Él estaba peleado con todos los otros curas de San Rafael, yo no podía hablar con ninguno. Pero por estar ahí llegué al punto más importante de mi historia: conocí a Romi. Y bueno, pegamos buena onda”.

Ella recuerda aquellos primeros momentos: “Él era jovencito también. Y empezamos una relación muy linda, de mucha confidencialidad. Más allá de que era el cura, nos hicimos muy amigos. Me contaba sus cosas personales y yo también. Pero nunca pasamos ese límite, el de una amistad hermosa. Todo fue muy respetuoso”.

A los cinco años de estar en la parroquia, la relación crecía. Pero alguien metió la cola (decir que fue el diablo sería una herejía, quizás) y a Hernando lo enviaron a estudiar a Roma la licenciatura en Teología. “La empecé a extrañar horrores, me di cuenta de que me moría sin ella. Me enamoré profundamente. Y dije: listo, ¿por qué sostener algo que no iba más?”.

En San Rafael, Romina lo esperaba. “En ese momento no había WhatsApp. Nos escribíamos por mail. La distancia nos pegó fuerte, la separación nos provocaba una tristeza total, y ahí nos dimos cuenta de que lo que sentíamos era algo más que una amistad. Los dos nos dimos cuenta de que estábamos re enamorados”.

Dos años más tarde, a finales de 2008, Hernando regresó en una visita relámpago. Debía volver pronto a Roma. El cura y la catequista no demoraron la charla. “Yo era más chica y tímida. Él me vino a hablar, nos juntamos y dijimos: ‘Esto va por otro lado’. Todo bien con la amistad, pero nos necesitábamos. Queríamos estar juntos, no era un amigo, nos habíamos enamorado”. Hernando sentía lo mismo: “Me proyectaba para adelante y no quería mi vida así. Verdaderamente ella me gustaba y era con quien quería compartir el resto de mi vida”.

Tampoco había culpa. “Siempre fuimos muy libres en el pensar. Nunca sentí el escrúpulo de decir: ‘¿Cómo me voy a enamorar de un cura?’. No lo busqué, es más, siempre recé para que él fuera fiel a su vocación, porque era una buena persona. Pero pasó. Lo que sí sentí fue temor. Imaginate que había ido a esa parroquia desde los seis años”, subraya Romina.

Al mismo tiempo, no podían contárselo a nadie. La familia de ella, además, era parte importante de la parroquia San Miguel Arcángel. Su madre era catequista. Romina jamás reveló sus sentimiento por Hernando, ni siquiera bajo el secreto de confesión. “Iba a ser un cimbronazo muy grande. Además, el cura confesor era ese que Hernando no soportaba y con quien yo no tenía afinidad. Cuando me iba a confesar era un suplicio. Trataba de patear las confesiones porque no estaba a gusto”.
Frente a la Iglesia

Con la decisión tomada, Hernando debía enfrentar a la curia. Se dieron cuenta de que el amor que se tenían era incomprendido en la parroquia donde tenían sus amigos, en la que habían desarrollado durante años su fe. “Ya había hablado con el cura de la parroquia San Miguel, y había quedado todo mal. Pero hasta que no hablara con el obispo Taussig y obtuviera la dispensa, no sentía que estaba afuera. Fui a verlo el 1 de enero de 2009 y me atendió. Le conté cómo había sido la historia, los motivos por los cuales me iba. Me respondió que no me iba a retener, si quería tomarme un tiempo. Y le dije que estaba más que seguro y decidido. Pero una de las grandes miserias que tiene la Iglesia es que lo confidencial no existe. Siempre por alguna pared se filtra algo que no se debe filtrar. Lo mío era una cuestión personal, levantar la mano, irme y listo. Sin echarle la culpa a nadie. Es cierto que me habían condicionado para ordenarme, pero yo había dicho que sí. Pero todo se tergiversó y empezaron a decir que yo había acusado de borracho al sacerdote de mi parroquia. Y lo sacaron de allí”, recuerda Hernando.

“Nosotros siempre nos manejamos con coherencia. Yo no lo quería a él como amante y que siguiera como cura. Lo quería como hombre conmigo… Se armó un lío bárbaro”, añade Romina.

Las cosas se pusieron realmente difíciles, cuentan. “Me mandaron a los laicos a amenazarme. Tuve que poner denuncias policiales, algo impresentable. Me decían que me iban a cagar a trompadas, de locos”, revela Hernando. La situación llevó a ambos a tomar distancia de la Iglesia. “Solo me quedó un amigo sacerdote, el padre Eusebio Blanco, que actualmente tiene 89 años. Y mi práctica se redujo al Rosario diario y la oración en conjunto que hacemos”, admite. Lo más difícil fue que, al mismo tiempo, su intención era casarse frente a un altar. “Era nuestro mayor deseo, que el amor nuestro se concretara ante Dios”, dice Romina.